Thursday, November 17, 2005


El quiltro Dorfman
Sus obsesiones por la muerte y la tortura han sido traducidas a más de 30 idiomas. Dicta cátedra sobre cómo somos, pero viene a Chile sólo a visitar a la parentela. Es exitoso, tiene amigos famosos en Hollywood y desde el “Washington Post” le recomienda a Bush que actúe como el general Cheyre. Viajó por el Norte Grande buscando rastros de un amigo detenido desaparecido para su último libro “Memorias del desierto”, que se lanza la próxima semana sin ninguna pompa. Este es Ariel, desterrado en el reino del Pato Donald.
Nacion Domingo
Franco Fasola
Son las diez de la mañana de un día miércoles en Carolina del Norte. A través de la línea telefónica, y luego de pasar la aduana de la contestadora de una típica familia de película norteamericana, aparece Ariel Dorfman. Con sus lentes de niño mateo y su estampa de intelectual desgarbado, anuncia que en esa parte del hemisferio norte los patos caen asados. Rodeado de bosques y con unos felices pajarillos sonando de fondo, se dispone a hablar de su nueva obra, “Memorias del desierto”, libro escrito a petición de la National Geographic, y parido luego de un viaje por el norte de Chile que realizó durante tres semanas junto a su esposa, Angélica. Allí se reencontró con sus orígenes y con su amigo Freddy Taberna, detenido desaparecido a los 30 años de edad, director de la Oficina Regional de Planificación de Iquique y militante socialista. Los fragmentos de la historia de Freddy estaban en ese desierto y Dorfman viajó por ellos.
-Hay que dejar mensajes. Yo tengo muchos llamados que no quiero recibir. Estoy con una serie de obras teatrales (tres) que están por estrenarse y además trabajando en un par de películas: una que tiene el guión listo y que le estamos buscando financiamiento, y otra que estamos escribiendo con mi hijo mayor, Rodrigo.
Mientras se escuchan las primeras palabras del escritor chileno vivo más renombrado internacionalmente, pienso en las casualidades de la vida. Lo primero que me viene a la memoria es una frase que Dorfman dijo alguna vez en una entrevista perdida: “Creo ser como una esponja para el dolor”.
Ariel Dorfman, nacido en Buenos Aires hace 63 años, desciende de una familia de judíos rusos que escaparon de los pogroms de Europa oriental. Es chileno naturalizado y norteamericano hace 20 años. Su historia no tiene ancla. Y al otro lado del teléfono suena tan satisfecho como lo estaría un quiltro que se salvó por un pelo de la cola de terminar aplastado en la Panamericana.
Los pajarillos siguen cantando felices mientras imagino que las decisiones más triviales son las que nos pueden cambiar la vida.
Si el guión hubiese sido otro, Ariel no estaría ni al otro lado del teléfono ni en ningún otro lado. Su historia de éxito y reconocimiento internacional cuajaría algunas horas antes del 11 de septiembre de 1973, cuando -y mientras era asesor cultural del Presidente Allende- decidió cambiarle el turno en La Moneda a su colega Claudio Gimeno, sin saber ni de bombas ni del golpe de Estado que ya se estaba fraguado. El acto final de su sueño de Unidad Popular tenía final trágico: su amigo, detenido y desaparecido, y él, exiliado. Al igual que sus abuelos y sus padres.
GLEN Y YO
Luego del golpe viajó con su esposa, Angélica, y su hijo por París y Amsterdam. Pasaron siete años hasta que en 1980 obtuvo una beca para pasar un año en Washington, en el Centro Woodrow Wilson del Smithsonian. Después, él y su familia lograrían la residencia definitiva en Estados Unidos, trasladándose a Durham, Carolina del Norte, donde hasta hoy ejerce como profesor de literatura y estudios latinoamericanos en la Universidad de Duke.
Desde que apareció “La muerte y la doncella”, Dorfman se convirtió en fetiche para los actores rebeldes de Hollywood. Sus poemas, leídos por Bono, de U2, Jeremy Irons o Warren Beatty, lo elevaban a la categoría de gurú. Amigo de Glen Close o “de la Glen”, como le dice, Dorfman ahora se codea con Sean Penn, Alec Baldwin y Martin Sheen -quien representó “Voces contra el poder”, de Dorfman, hace algunas semanas-, quienes se sienten distinguidos por actuar en sus montajes de Broadway. O se junta a conversar sobre la situación en Irak con Susan Sarandon y Tim Robbins.
Su obra lo transformó en el centinela de los oscuros territorios del Tercer Mundo, llenos de tortura y violaciones de los derechos humanos. Su mayor éxito, “La muerte y la doncella”, llevada al cine por Roman Polanski, fue concebida inicialmente como un regalo a su pueblo. La paradoja era que mientras en Alemania tenía 70 representaciones teatrales distintas, en Chile sólo había una. Y la crítica la destrozaba. Como él mismo reconocía, quiso meter el dedo en la llaga y que lo reconocieran, pero no pasó nada.
Y aunque han pasado los años y se sigue sintiendo chileno, y aún escribe sobre las marcas que acá le quemaron el alma, Dorfman eligió Estados Unidos como lugar de residencia. Se exilió y se quedó en el imperio del Pato Donald que tanto criticó en su agitada juventud.
-¿Cuándo fue la última vez que estuviste en Chile?
-Hace seis o siete meses. Vine a ver a mi familia, para que conocieran a mis dos nuevas nietas. No di entrevistas ni hablé con nadie. Hubo una época de la dictadura y de la postdictadura donde di muchas entrevistas. Lo veía casi como un deber, que había un vacío, que había cosas que tenía que decir. Pero la verdad es que en este momento estoy muy parco. Y trato de hacerlo porque pierdo mucho tiempo y porque prefiero hablar de las cosas reales, de las que he escrito.
-Eres un hombre que vive entre dos idiomas y culturas ¿Te sientes un quiltro?
-El quiltro viene de una mezcla. Yo sé de dónde vengo, aunque nunca nadie sabe de dónde viene de verdad. Todos somos mezcla de todo. Yo me siento híbrido, vengo de muchas tradiciones diferentes y estoy entre muchos mundos diferentes. Además, soy muy patiperro. Yo diría que soy un quiltro lingüístico, intelectual. Tengo dos idiomas, hablo más de dos. En “Rumbo al sur deseando el norte” hablé de lo que me ha significado pertenecer a dos culturas. Creo que lo fundamental es que uno es un cruce y, como tal, estamos en encrucijadas todo el tiempo.
ARENA Y MUERTE
-¿Y cómo se te cruzó “Memorias del desierto” en tu viaje?
-National Geographic se acercó a una serie de escritores de habla inglesa y yo fui el único latinoamericano. Nos propusieron, a los 30 autores, ir al lugar donde más nos diera la gana en el mundo. A mí me pareció que era una gran oportunidad. Yo no soy muy bueno para describir cosas. Si miras todos mis libros, por ejemplo “Konfidenz” (donde hay nueve horas de conversación telefónica) o “Máscara” (donde hay un hombre sin cara), tengo una tendencia a no describir paisajes. Ni una calle. Es como si mis personajes flotaran en un mundo donde la intensidad emocional es la que quema. Entonces, un libro de viajes era un buen desafío. Chile ha vivido de los minerales que el desierto nos ha dado, y eso ha creado un Chile muy especial, que ha dependido de la extracción de minerales, pero a la vez debido a que uno puede mirar allá los estragos que significa depender de un solo elemento para construir un país y ver estos pueblos fantasmas, estos sobrevivientes. Uno de los temas fundamentales de mi obra es cómo la gente sobrevive en los baldíos más grandes, en las peores circunstancias emocionales, sicológicas o, en este caso, de paisajes y naturaleza; cómo los seres humanos son capaces de construir una existencia alternativa. Todo eso me atraía al norte de Chile.
-¿Qué te hizo clic para venir al Desierto de Atacama?
-No. Incluso hablé con ellos la posibilidad de ir a los Himalaya, donde había un personaje, un hindú, que retornaba a los niños secuestrados que fabrican alfombras. Me interesaba, pero decidí que yo tenía una deuda con el desierto, con el norte chileno. Había pasado por ahí muy fugazmente cuando joven, haciendo dedo por América Latina. Creí que era la hora de volver a eso, el norte me estaba clamando. También había motivos personales. La familia de mi mujer es de Iquique y nos habíamos prometido echar una mirada a los orígenes de la familia. Además, tenía un amigo, Freddy Taberna, al que habían ejecutado en Pisagua.
-¿Cuales fueron los símbolos que encontraste ocultos en las rocas del desierto?
-El norte fue una metáfora y una advertencia sobre América Latina. Porque a veces vivimos como si fuéramos pueblos fantasmas. Como si la realidad fuera prestada.
-Llegó la democracia, pero los muertos siguen allí, dando vueltas. ¿Cómo fue el encuentro con la memoria de Freddy Taberna, tu amigo desaparecido?
-El país está en una situación en que vamos terminando con las historias del pasado, en el sentido de que estamos explorando y enterrando los dolores. Aunque eso sea cierto, hay que recordar que las tragedias que hemos vivido y las violaciones que hemos sufrido no desaparecen por el hecho de que uno arma una nueva vida. Suponer eso es no entender cómo funciona el corazón humano y los recuerdos.
-¿Qué te pareció el Informe Valech?
-Antes que emitieran ese informe, yo estaba en contacto con los miembros de la comisión. Me pareció extraordinario, inusitado en el mundo, como lo fue también que tuviéramos un comandante en jefe del Ejercito que aceptó la responsabilidad institucional en esas atrocidades.
-Un país que no mira el pasado, no puede crecer fuerte.
-Yo creo que el país tiene que reconocer que es así, que estas historias son necesariamente inacabadas. Uno tiene una deuda con los muertos, pero eso no significa que uno tiene que estar amarrado a ellos todo el tiempo. Pero cuando hay una ocasión aparecen. Aun para quienes nacieron después del golpe o después del término de la dictadura, se van a encontrar con signos y señales por todas partes. El norte está lleno de esto. La Caravana de la Muerte, Pisagua. Yo me enfoqué en Freddy, que fue un ser humano excepcional. Mi relación fue la de Ariel, hijo de diplomáticos, cosmopolita, hablando en dos idiomas, queriendo hacerse chileno, desesperado por hablar el castellano solamente, dedicado a la literatura. Ese Ariel se encuentra y se hace íntimo amigo de este hijo ilegítimo de un pescador, típico producto de ese norte. Uno aprende por qué escribió un libro después de haberlo terminado. Y yo me di cuenta que era otra manera de reconciliarme con mi país. Que era un pedazo de Chile que no conocía. Pienso que el norte le pregunta a Chile sobre su destino latinoamericano. Durante un tiempo hubo un mito de “adiós, América Latina”, creado por Joaquín Lavín. Él decía que el destino de Chile era ser como Nueva Zelandia. Nosotros nos parecemos a ellos, pero somos latinoamericanos. LCD

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